lunes, 1 de julio de 2013

RECOMENDACIÓN

Esta publicación escrita entre 1944 y 1947 nos conduce a reflexionar sobre la INDUSTRIA cultural. Nada ha cambiado desde hace 70 años, y es nuestro deber/compromiso el abrir una ventana hacia la configuración de una nueva era en la que la cultura, el arte, esté en nuestras manos. No en manos de LA MASA, ente pastoso en el que nos han involucrado para que perdamos nuestra propia conciencia en favor del todo. Es necesaria una individualización, una nueva apreciación del gusto en la que cada uno, como individuo pensante y consciente, aporte su propio gusto y modo de aprehender y plasmar el mundo. 


“LA INDUSTRIA CULTURAL. ILUMINISMO COMO MISTIFICACIÓN DE MASAS”.MAX HORKHEIMER Y THEODOR ADORNO.

La industria cultural crea material gráfico-verbal, visual, audiovisual o multimedia que se produce, difunde y consume gracias a la tecnología de la sociedad industrial y post industrial. Esta industria cultural está haciendo que vivamos en el sistema de caos cultural, donde los productos culturales son fabricados mediante procesos de producción industrializados, es decir, están igualados y se producen en serie.
La individualidad no existe, se ha dejado de lado por la industria cultural. La industrialización de los medios “democráticos”, es decir, medios que llegan a todo el mundo como la radio o la televisión, ha provocado que su manejo, su uso político y propagandístico sea cada vez mayor, a medida que es mayor el número de espectadores. De ahí viene la común determinación de los dirigentes ejecutivos de no producir o admitir nada que no se asemeje a sus propias mesas, a su concepto de consumidores, y sobre todo a ellos mismos.
Además, para que el público se sienta más a gusto hacen distinciones en los medios, en la programación. La industria que crea el mercado hace que el público se crea diverso mediante la realización de varios tipos de producto, pero en realidad está absolutamente todo previsto. Además estas distinciones sirven para clasificar y organizar a los distintos grupos de público. Por lo tanto, las diferencias que nos hacen creer existentes entre los productos son ilusorias. Para el consumidor no hay nada que no haya sido revisado por la industria, y esté dentro de los clichés por los que se guía.
El sistema hace que el trabajador realice en su tiempo libre actividades de “ocio” que el propio sistema propone. Así crean en el individuo unas nuevas necesidades que deberá pagarse con un empleo: la persona ha entrado en el círculo de trabajo-consumo-ocio del que no podrá escapar. Además mediante esas actividades de ocio y consumo se aprovecha para infundir e inculcar unas ideas predeterminadas.
Por eso es peligroso todo lo que se salga de los clichés o premisas establecidas, porque puede desencadenar efectos de ‘deshipnotización’ y de posible revolución.
Los defensores de la industria cultural la explican en términos tecnológicos, como la necesidad de producción, la necesidad de que un mercado regule un mercado artístico, y que diga lo que es válido o no. Así ocurre lo que avecinaba Walter Benjamín, la obra de arte se ha convertido en un producto de consumo, y ya ha perdido completamente su aura.
Por tanto lo que caracteriza la industria cultural es en primer lugar la estandarización, que hace que sea posible la combinación de los productos, independientemente de marcas o de supuesta novedad, ya que la novedad y originalidad son ficticias. La estandarización por tanto, elimina toda supuesta individualización, aunque la industria cultural siga recreando esa ficción.
Otra característica fundamental de la industria es el intrusismo, puesto que se ha colado en todos lo ámbitos de nuestra vida, hasta llegar al punto de controlar la actividades diarias de cualquier individuo. Gracias a esto el control capitalista del trabajador se ha extendido de los días laborales a los festivos. La industria cultural es una fábrica de consenso, por lo que el potencial renovador y crítico es extinguido, no es conveniente. Se suprime todo lo que pueda crear una visión negativa de alguna de las partes del sistema controlador.
La industria no afecta solo a los productos, sino a los propios consumidores, que creen que tienen la posibilidad de elegir entre productos en competencia, según los propios gustos e intereses, pero por la publicidad esencialmente, se produce una alienación según la cual se nos conduce a desear lo que quieren que deseemos.
Desde la preparación y comienzo de la industria cultural a finales del siglo XIX, ha pasado por varias fases hasta llegar a lo que es hoy, una saturación total de control mediante una infinidad de medios entre los que destacan los informáticos y los audiovisuales. Para llegar a este punto se realizaron estudios de mercado, centralización de los medios e inversiones a lo largo del siglo XX. Esta maduración ha dado su fruto en nuestros días, en los que la masa es dominada sin ni siquiera saberlo, y hablo de masa porque no existe la individualidad.

Esta conspiranoia del manejo del mundo por parte de la industria cultural –con la que estoy de acuerdo- me ha traído a la mente en muchos momentos la novela de George Orwell 1984, en la que la información y el ocio llega a su cúlmen, todo lo no conveniente es destruido, los propios trabajadores son conscientes de ello pero no importa, en una sociedad que te hacen creer que es perfecta y que controlan completamente tu vida, sin darte en ningún momento la libertad para pensar o expresarte por ti mismo, pierdes esa capacidad y pasas por el mundo como un objeto más. No vives tu vida, vives la vida que se encomienda a las masas, la misma que la que se encomienda a un rebaño de ovejas.

A CERCA DE...

LA QUERELLA DEL ARTE CONTEMPORÁNEO. MARC JIMENEZ

En su libro, Marc Jimenez reconstruye una controversia que estalló en Francia a comienzos de 1990, cuando una serie de artículos impugnaron la escena artística del momento. Denunciaban a sus alentadores de ser representantes de la decadencia del arte, y reprochaban las subvenciones que los museos y las galerías de arte contemporáneo recibían. A su parecer, las instituciones fomentaban transgresiones y las incorporaban a sus colecciones. El arte había cortado sus vínculos con la sociedad y nadie sabía cómo evaluar una obra. Con este libro, Jimenez retoma la réplica hacia los detractores del arte contemporáneo.
En la actualidad el mundo del arte proyecta la imagen de bazar incongruente, donde todo parece posible, incluso original, si bien, al final, resulta inocuo. Es por esto que Jiménez afirma que el sistema del arte está en crisis, una crisis beneficiosa o nefasta, pero gracias a la cual podemos obtener respuestas nuevas que intenten resolver la imperante necesidad de construir nuevos pilares para desarrollar un juicio estético frente a las obras contemporáneas.
Los criterios artísticos de los siglos XVIII y XIX ya no son válidos porque la modernidad artística del siglo XX se ha encargado de descalificarlos. El canon de institucionalización de las artes del siglo XIX no ha sido completamente suprimido, pero está desestabilizado por la dificultad de clasificar las artes y movimientos que surgen a partir de las vanguardias, porque los propios movimientos del siglo XX se dirigen hacia la consecución de la destrucción del sistema establecido.
¿Qué ha cambiado? Antes todo objeto artístico era estudiado bajo el término de belleza, las obras de arte eran legítimamente obras de arte, no había un planteamiento, su condición y calidad les otorgaba ese carácter, solo hay que imaginar una obra de Caravaggio. Pero ahora nos encontramos con el sistema descompuesto del arte en el que la cuestión ya no es la belleza. Marcel Duchamp abrió la puerta hacia este mundo con los ready-mades, elevando un objeto banal a la categoría de objeto artístico. Duchamp buscaba suprimir la noción de belleza para hablar de la propia obra y así superar el ideal establecido. Las consecuencias de su gesto supusieron un cambio radical tanto en la crítica como en la noción de arte.
La pregunta ahora planteada es: ¿cómo juzgar la calidad artística de objetos y prácticas si ya no existen criterios a los que remitirse? Por tanto, la cuestión es de calidad, es arte o no es arte. Ya no es la reflexión a cerca de qué es el arte, sino que es como diría Nelson Goodman, ¿cuándo hay arte?
En la actualidad la frontera entre el arte y el no-arte está desdibujada por la indefinición de la palabra, que sin unos juicios establecidos, se hace necesaria. Según Harold Rosenberg es incluso una des-definición del arte.
Sabemos que atribuir a un objeto la categoría de arte es aplicarle un juicio de valor. La manera general de aplicarlo es mediante la calidad; al quedar esta de lado se podría pensar en una cuestión de gusto, pero queda desestimada por la amplitud que conlleva. Así nos adentramos en un mundo de controversias y paradojas en las que las discusiones se centran en lo genérico sin apenas mencionar a los artistas concretos, y mucho menos sus obras.
El mundo del arte, formado como dijo Danto por los especialistas “habilitados para apreciar la autenticidad de la intención artística y elevar eventualmente el objeto banal a la categoría de objeto artístico”, queda en manos de las mediaciones pertinentes. En primer lugar, los artistas deben reconocer que ese objeto es arte, así como los críticos, estudiosos, comisarios, etc., si todas las condiciones del mercado artístico se cumplen llega al público. Rara vez se plantea la calidad del objeto artístico. Por tanto, el valor y la calidad dependen más de la cadena de mediadores que de las cualidades propias, intrínsecas de la obra. Antes decidía la Academia, pero ya no tenemos una escala, ahora hay mediadores. Y yo planteo ¿lo que no han decidido los mediadores que sea arte no lo es?¿el señor indigente que esculpe maderas de palés en la calle de Goya no es arte?¿el cuadro hecho por un cubano de mi salón no es arte porque no ha estado en un pedestal, en un museo?
Debido a este cambio la teoría estética tradicional queda obsoleta porque no contempla las relaciones entre el arte, la institución, la obra y el público; pilares del arte contemporáneo. La crisis del sistema del arte lleva a una desregularización de la valorización, lo que tiene efecto sobre el público, los consumidores, que siguen sin saber cual es la calidad estética de lo que ven.
La distinción entre lo culto y lo profano es una diferencia que ha existido siempre, pero estaban ocultos por los cánones universales de la Academia. Esto ha caducado, ya no creemos en la hipótesis del sentido común formulada por Kant. Esta brecha da lugar a fenómenos concretos: los expertos comprenden que el valor comercial se atribuye al valor artístico por una comprensión estética, pero el público en general no lo consigue apreciar porque el conocimiento y el gusto no es homogéneo, están desprovistos de criterios de apreciación; la escala de valoración válida para los expertos no vale para la cultura profana del gran público, es decir, el valor estético, el valor artístico y el comercial no son una unidad coherente para el pueblo. Y más teniendo en cuenta las cifras astronómicas que circulan en el arte contemporáneo, lo que puede llevar a pensar que no hay relación entre el valor artístico y estético. Todo el mundo se sorprende con el tiburón de 12 millones de dólares de Damián Hirst, o incluso, de que el cuadro más caro del Museo Thyssen sea un Rothko.
Calavera humana "customizada" con diamantes, Damien Hirst
Otro punto fundamental a tener en cuenta es que el sistema cultural está basado en la gestión institucional y económica de la creación artística. Lo cultural aparece como un agujero negro de la cultura, donde todo se puede convertir en algo cultural, traducirse en dinero. Los artistas alimentan el negocio de los bienes culturales, lo que da lugar a especulaciones y a la alimentación del mercado globalizado del arte. Juegan con las emociones y la pasión en detrimento de la razón y el juicio.
Estamos en la sociedad del espectáculo, y esta espectacularización ha invadido el terreno del arte, museos y talleres de artistas entran en el circuito turístico. En vez de la reflexión y el juicio hemos llegado al pathos. El consumidor es consumista, ajeno a la crisis del arte. Además el discurso cultural espectacular dominante se apresura en sacar beneficio de las provocaciones artísticas que luchan contra este sistema pero quedan absorbidas por él, como ocurre con el street art, o con la fotografía de la pareja dándose un beso en una concentración anti-sistema en la Puerta del Sol que Cocacola ha tomado para sus anuncios.
Asimismo la crisis es una suerte para el negocio de los bienes culturales, sobre todo porque bloquea el análisis y la reflexión mediante el escándalo y la radicalización. Los valores, en cambio, salen perjudicados, lo que produce la devaluación del arte, y que conlleva a esta crisis del sistema. Lo cultural inmuniza el placer contra cualquier cuestionamiento de su legitimidad, si está en un museo es arte, si está en la guía hay que verlo, si es caro es porque es cool.
Podemos deducir de este discurso que los culpables de la decadencia del arte son: el Estado, los artistas, los críticos –que han simplificado sobremanera su tarea a merced del sistema democratizador de la cultura-, los medios de comunicación de masas, y Marcel Duchamp.
Finalmente decir que, si el criterio actual para enfrentarse a una obra de arte no va en función del gusto y de las experiencias propias del espectador, los museos e instituciones que han decidido mostrarnos lo que han considerado una obra de arte deben ser los responsables de redactar un manual de instrucciones que ayude al gran público a apreciar lo que están contemplando, porque sino la decadencia del arte irá a más y retrocederemos doscientos años: el arte quedará relegado a los especialistas y será únicamente una actividad cultural intelectual válida para los snobs que la conforman. O quizá no encuentro una solución porque no hay un problema que resolver, como dijo Duchamp.
“Ha llegado a ser evidente que nada referente al arte es evidente”.

 Theodor Adorno.